"...cuando
las autoridades temporales y espirituales han puesto una categoría de
seres humanos fuera de aquellos cuya vida tiene un precio, no hay nada
más natural para el hombre que matar. Cuando se sabe que es posible
matar sin arriesgarse a un castigo ni reprobación, se mata; o al menos
se rodea de sonrisas alentadoras a aquellos que matan. Si por casualidad
se experimenta primero cierto desagrado, se calla y pronto se lo sofoca
por miedo a parecer que se carece de virilidad. Hay ahí una incitación,
una ebriedad a la que es imposible resistirse sin una fuerza de ánimo
que me parece excepcional, puesto que no la he encontrado en ninguna
parte. He encontrado en cambio franceses pacíficos, que hasta ese
momento yo no despreciaba, a los que no se les habría ocurrido ir por sí
mismos a matar, pero que se sumergían en esa atmósfera impregnada de
sangre con un visible placer. Nunca podré sentir por ellos, en el
futuro, ninguna estima."
Simone Weil
3, rué Auguste-Comte, París.
[¿1938?]
Estimado
señor:
Por
ridículo que sea escribir a un escritor, que está siempre, por la naturaleza de
su oficio, inundado de cartas, no puedo resistirme a hacerlo después de haber
leído Los grandes cementerios bajo la
luna. No es la primera vez que un libro suyo me afecta; el rural Diario
de un cura es a mis ojos el más hermoso, al menos de los que he leído, y
ciertamente un gran libro. Pero aunque me hayan podido gustar otros libros
suyos, no tenía ninguna razón para importunarle escribiéndole.
En cuanto
a este último es otra cosa; he tenido una experiencia que responde a la suya,
aunque mucho más breve, menos profunda, situada en otro lugar y vivida, en
apariencia —solamente en apariencia— en un espíritu muy distinto.
Yo no soy
católica, aunque —lo que voy a decir parecerá presuntuoso a cualquier católico,
dicho por un no católico, pero no me puedo expresar de otra manera— nada
católico, nada cristiano me haya parecido nunca ajeno. A veces me he dicho que
si se fijara a las puertas de las iglesias un cartel diciendo que se prohíbe la
entrada a cualquiera que disfrute de una renta superior a tal o cual suma, poco
elevada, yo me convertiría inmediatamente. Desde la infancia, mis simpatías se
han dirigido hacia los grupos que se identificaban con las capas despreciadas de
la jerarquía social, hasta que he tomado conciencia de que tales grupos son de
una naturaleza que hace extinguirse cualquier simpatía. El último que me había
inspirado alguna confianza era la
CNT española. Había viajado un poco por España antes de la
guerra civil; muy poco, pero lo suficiente para sentir el amor que es difícil
no experimentar hacia ese pueblo; yo había visto en el movimiento anarquista la
expresión natural de sus grandezas y sus defectos, de sus aspiraciones más
legítimas y de las menos legítimas. La
CNT , la FAI
eran una mezcla asombrosa, donde se admitía a cualquiera, y donde, en consecuencia,
se podría encontrar inmoralidad, cinismo, fanatismo, crueldad, pero también
amor, espíritu de fraternidad y, sobre todo, la reivindicación del honor tan
hermosa entre los hombres humillados; me parecía que aquellos que iban allí animados
por un ideal prevalecían sobre aquellos a los que impulsaba la violencia y el
desorden.
En julio de 1936 yo estaba en París. No me gusta la guerra, pero lo
que siempre me ha provocado más horror que la guerra es la situación de los que
se encuentran en retaguardia. Cuando comprendí que, a pesar de mis esfuerzos,
no podía dejar de participar moralmente en esa guerra, es decir, desear todos
los días, a todas horas, la victoria de unos y la derrota de los otros, me dije
que París era para mí la retaguardia, y tomé el tren para Barcelona con la
intención de comprometerme. Era a principios de agosto de 1936.
Un
accidente me hizo abreviar forzosamente mi estancia en España. Estuve algunos
días en Barcelona, después en pleno campo aragonés, junto al Ebro, a una
quincena de kilómetros de Zaragoza, en el mismo lugar en que recientemente las
tropas de Yagüe han pasado el Ebro. Después en el palacio de Sitges
transformado en hospital; después nuevamente
en Barcelona; en total, aproximadamente dos meses. Dejé España a mi pesar y con
la intención de regresar; más tarde, voluntariamente no he hecho nada. No
sentía ya ninguna necesidad interior de participar en una guerra que no era ya,
como me había parecido al principio, una guerra de campesinos hambrientos
contra propietarios terratenientes y un clero cómplice de los propietarios,
sino una guerra entre Rusia, Alemania e Italia. He conocido ese olor de guerra
civil, de sangre y de terror que desprende su libro; lo había respirado. No he
visto ni oído nada, debo decirlo, que alcance la ignominia de algunas historias
que usted cuenta, esos asesinatos de viejos campesinos a golpes de garrote. Sin
embargo, lo que oí bastaba. Estuve a punto de asistir a la ejecución de un
sacerdote; durante los minutos de espera, me preguntaba si simplemente iba a
mirar o haría que me fusilaran al tratar de intervenir; todavía no sé qué
habría hecho si una feliz casualidad no hubiera impedido la ejecución.
Cuántas
historias se agolpan bajo mi pluma... Pero sería demasiado largo; ¿y para qué?
Una sola bastará. Estaba en Sitges cuando llegaron, vencidos, los milicianos de
la expedición de Mallorca. Habían sido diezmados. De cuarenta muchachos jóvenes
que habían salido de Sitges, habían muerto nueve. Sólo se supo a la vuelta de
los otros treinta y uno. La misma noche siguiente se hicieron nueve
expediciones punitivas, se mató a nueve fascistas, o supuestamente tales, en
esta pequeña ciudad donde, en julio, no había pasado nada. Entre esos nueve, un
panadero de unos treinta años, cuyo crimen era, me dijeron, haber pertenecido a
la milicia de los «somatén»; su anciano padre, del que era hijo único y el
único sostén, se volvió loco. Otra: en Aragón, un pequeño grupo internacional
de veintidós milicianos de todos los países cogió, después de una escaramuza, a
un joven de quince años que combatía como falangista. Nada más ser cogido,
temblando por haber visto cómo morían sus camaradas junto a él, dijo que se le
había enrolado a la fuerza. Se le registró, se le encontró una medalla de la Virgen y un carné de
falangista. Se le envió a Durruti, jefe de la columna, que tras haberle expuesto
durante una hora las bellezas del ideal anarquista le dio la elección entre
morir y enrolarse inmediatamente en las filas de aquellos que lo habían hecho
prisionero, contra sus camaradas de la víspera. Durruti dio al muchacho
veinticuatro horas de reflexión; al cabo de veinticuatro horas, el chico dijo
no y fue fusilado. Durruti era, sin embargo, en algunos aspectos, un hombre
admirable. La muerte de este joven héroe no ha dejado nunca de pesar sobre mi
conciencia, aunque no lo haya sabido sino después. Y esto otro: en una aldea
que rojos y blancos habían tomado, perdido, retomado, vuelto a perder, no sé
cuántas veces, los milicianos rojos, habiéndola vuelto a tomar definitivamente,
encontraron en las cuevas un puñado de seres despavoridos, aterrorizados y
hambrientos, entre ellos tres o cuatro jóvenes. Razonaron así: si estos
jóvenes, en lugar de venirse con nosotros la última vez que nos hemos retirado,
han permanecido aquí y han
esperado a los fascistas, es que son fascistas. Por lo tanto, los fusilaron
inmediatamente, después dieron de comer a los demás y se creyeron muy humanos.
Una última historia, ésta de la retaguardia: dos anarquistas me contaron una
vez cómo, con otros camaradas, habían cogido a dos sacerdotes; a uno se le mató
en el sitio, en presencia del otro, de un disparo de revólver; después se dijo
al otro que podía marcharse. Cuando estaba a veinte pasos, se le abatió. El que
me contaba la historia se asombró mucho de no verme reír.
Yagúe |
En
Barcelona se mataba como media, en forma de expediciones punitivas, a una
cincuentena de hombres por noche. Proporcionalmente, era mucho menos que en
Mallorca, puesto que Barcelona es una ciudad de casi un millón de habitantes;
por otra parte, se desarrolló allí durante tres días una sangrienta batalla
callejera. Pero tal vez las cifras no sean lo esencial en semejante materia. Lo
esencial es la actitud con respecto al hecho de matar a alguien. Ni entre los
españoles, ni siquiera entre los franceses llegados, sea para combatir, sea
para darse un paseo —estos últimos con mucha frecuencia intelectuales blandos e
inofensivos—, he visto nunca expresar, ni siquiera en la intimidad, la
repulsión, el desagrado ni tan sólo la desaprobación por la sangre vertida
inútilmente. Usted habla de miedo. Sí, el miedo ha tenido una parte en esas
matanzas; pero allí donde yo estaba no he visto la parte que usted le atribuye.
Hombres aparentemente valientes —de uno de ellos, al menos, he constatado
personalmente su valor— contaban con una sonrisa fraternal, en medio de una
comida llena de camaradería, cómo habían matado a sacerdotes o a «fascistas»,
término muy amplio.
Enemigos políticos son conducidos al paredón |
En cuanto
a mí, tuve el sentimiento de que, cuando las autoridades temporales y
espirituales han puesto una categoría de seres humanos fuera de aquellos cuya
vida tiene un precio, no hay nada más natural para el hombre que matar. Cuando
se sabe que es posible matar sin arriesgarse a un castigo ni reprobación, se
mata; o al menos se rodea de sonrisas alentadoras a aquellos que matan. Si por
casualidad se experimenta primero cierto desagrado, se calla y pronto se lo
sofoca por miedo a parecer que se carece de virilidad. Hay ahí una incitación, una
ebriedad a la que es imposible resistirse sin una fuerza de ánimo que me parece
excepcional, puesto que no la he encontrado en ninguna parte. He encontrado en
cambio franceses pacíficos, que hasta ese momento yo no despreciaba, a los que
no se les habría ocurrido ir por sí mismos a matar, pero que se sumergían en
esa atmósfera impregnada de sangre con un visible placer. Nunca podré sentir
por ellos, en el futuro, ninguna estima.
Viudas de la matanza de Badajoz |
Una
atmósfera así borra pronto el objetivo mismo de la lucha. Pues no se puede
formular el objetivo más que reconduciéndolo al bien público, al bien de los
hombres, y los hombres tienen un valor nulo. En un país en que los pobres son,
en su gran mayoría, campesinos, el mayor bienestar de los campesinos debe ser
un objetivo esencial para todo grupo de extrema izquierda; y esta guerra fue
tal vez, ante todo, al principio, una guerra por y contra la repartición de
tierras. Y bien, esos míseros y magníficos campesinos de Aragón, tan dignos bajo
las humillaciones, no eran para los milicianos siquiera un objeto de
curiosidad. Sin insolencias, sin injurias, sin brutalidad —al menos yo no vi
nada de eso, y sé que robo y violación eran merecedores, en las columnas
anarquistas, de pena de muerte— un abismo separaba a los hombres armados de la
población desarmada, un abismo semejante al que separa a los pobres y a los
ricos. Se sentía en la actitud siempre algo humilde, sumisa, temerosa de unos,
en la soltura, la desenvoltura, la condescendencia de los otros. Se parte como
voluntario, con ideas de sacrificio, y se cae en una guerra que se parece a una
guerra de mercenarios, con muchas crueldades de más y el sentido del respeto
debido al enemigo de menos.
Un hombre y una mujer se protegen de un bombardeo en Barcelona |
Podría
prolongar indefinidamente estas reflexiones, pero debo limitarme. Desde que
estuve en España, oigo, leo todo tipo de consideraciones sobre España, y no
puedo citar a nadie, aparte de usted, que se haya sumergido, que yo sepa, en la
atmósfera de la guerra española y lo haya resistido. Usted es monárquico,
discípulo de Drumont: ¿qué me importa? Usted me es más cercano, sin
comparación, que mis camaradas de las milicias de Aragón, esos camaradas a los
que, sin embargo, yo amaba.
Acarreo de un féretro. Fotografía de Juan Guzmán (EFE) |
Lo que
dice del nacionalismo, de la guerra, de la política exterior francesa después
de la guerra me ha llegado igualmente al corazón. Yo tenía diez años cuando el
tratado de Versalles. Hasta entonces había sido patriota con toda la exaltación
de los niños en período de guerra. La voluntad de humillar al enemigo vencido,
que se desbordó por todas partes en ese momento (y en los años que siguieron)
de una manera tan repugnante, me curó de una vez por todas de ese patriotismo
ingenuo. Las humillaciones infligidas por mi país me son más dolorosas que las que
éste pueda sufrir.
Temo
haberle molestado con una carta tan larga. No me queda más que expresarle mi
más sincera admiración.
S. Weil
Juegos de retaguardia |
*Carta extraída de Diario de España, de Simone Weil. También se han consultado sus Escritos históricos y políticos, Editorial Trotta, 2007, Madrid. Traducción de Agustín López y María Tabuyo.
***
De los miles de textos que se han escrito sobre nuestra guerra
civil, la carta que Simone Weil le escribió en 1938 a Georges Bernanos
es uno de los más hermosos y más interesantes. Ambos vivieron
la guerra en bandos distintos, y los dos acabaron desengañándose de las
ideas que tenían antes de que empezaran las hostilidades.
Bernanos, que era católico y conservador (o para ser más precisos, un
monárquico legitimista), vivió los inicios de la guerra civil en
Mallorca, a donde se había ido a vivir en 1934, acosado por las deudas y
porque “la carne de buey y las patatas son más baratas que en Francia”,
como le dijo en una carta a un amigo.
Al
producirse la sublevación militar se puso de parte de los militares
rebeldes, y hasta su hijo Yves se enroló en una centuria de Falange,
pero muy pronto descubrió las atrocidades cometidas por los “nacionales”
contra los republicanos, sobre todo a raíz del fracasado desembarco
republicano en Porto Cristo. Desde aquel momento, Bernanos se empeñó en
denunciar con toda la fogosidad de la que era capaz –y sin duda era un
hombre muy fogoso- la crueldad de los militares sublevados, así como la
complicidad cobarde de la Iglesia Católica. En 1937, Bernanos regresó a
Francia y un año después publicó en la editorial Plon Los grandes cementerios bajo la luna,
que es uno de los mejores libros que se han escrito sobre nuestra
guerra: un largo aullido de rabia e indignación que nadie debería dejar
de leer.
Simone Weil, por
su parte, se enteró del estallido de la guerra en París. Pacifista, pero
también simpatizante de los anarquistas y de los trotskistas (en 1934,
en Barcelona, había conocido a Joaquín Maurín, uno de los dirigentes del
POUM), cogió un tren y llegó en agosto de 1936 a Barcelona. Allí se
enroló en el Grupo Internacional de la Columna anarquista de
Buenaventura Durruti. A mediados de agosto, Simone Weil llegó con la
columna Durruti a Pina de Ebro, a unos 15 kms de Zaragoza, donde
escribió las escuetas anotaciones de su diario de guerra. Pocos días más
tarde tuvo que ser evacuada a un hospital de Sitges, después de sufrir
un estúpido accidente doméstico en una casa abandonada en tierra de
nadie: uno de sus compañeros le ordenó que se pusiera a preparar la
comida, y Simone Weil, que no debía de tener mucha práctica en estas
cuestiones, se quemó un pie con una sartén llena de aceite hirviendo. A
finales de septiembre del 36, una vez curada, regresó a Francia.
En
la carta a Bernanos se perciben las complejas relaciones que Simone
Weil mantuvo con el cristianismo. Aunque pertenecía a una familia judía
no practicante, tuvo varias experiencias místicas y sufrió una especie
de conversión en una iglesia de Asís. Pero durante toda su vida, Weil se
mantuvo al margen de la Iglesia Católica y de cualquier institución
religiosa. En este sentido, es muy significativo lo que le dice a
Bernanos en esta carta, cuando le comenta que no le molestaría
pertenecer a una iglesia que limitara los ingresos económicos de sus
miembros. Pero como todos sabemos, una iglesia así no ha existido nunca.
Hay
una referencia en la carta de Simone Weil que es necesario matizar.
Weil cita a un falangista de 15 años que fue hecho prisionero y luego
fusilado por orden de Durruti. Pues bien, este hecho no es cierto, o al
menos no lo es tal y como lo cuenta Simone Weil, que ya no estaba en
Pina de Ebro cuando ocurrió la muerte del falangista. Según las
investigaciones de los historiadores franceses Myrtille Gonzalbo y
Vincent Roulet –que se hacen llamar los “gimenólogos”, en honor del
aventurero anarquista Antoine Giménez, también enrolado en la Columna de
Durruti-, el joven falangista no fue fusilado por orden del líder
anarquista. El falangista –que se llamaba Ángel Caro Andrés- estaba en
la cárcel de Pina de Ebro cuando llegó al pueblo un grupo de milicianos
socialistas y anarquistas que huían del pueblo cercano de Tauste, recién
tomado por los franquistas. En la madrugada del 24 de agosto de 1936,
esos milicianos asaltaron la cárcel y mataron al joven falangista, sin
que Durruti supiera nada ni diera orden alguna.
En
esa muerte estúpida de un chico llamado Ángel Caro aparece, una vez
más, “el olor de la guerra civil, de la sangre y del terror” que tanto
repugnó a Simone Weil como a Georges Bernanos.
1 comentarios:
Extraordinaria carta. Su vigencia estremece!!
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